Un fragmento Sin Estructura -AlePonce
Un fragmento sin estructura
“A veces por más firme que seamos, no estaremos totalmente autodidactos de lo que rodea en nuestros pensamientos y emociones”
[Drama /Slice of Life/aventura social]
Sinópsis:
“Un joven que siempre ha mantenido una postura firme sobre la vida comienza a notar que su alrededor no comparte su visión. A lo largo de la historia, se enfrenta a situaciones que ponen a prueba su convicción: el abandono de amigos, la indiferencia social, la constante presión por encajar. Sin embargo, medida que el tiempo avanza, empieza a cuestionar si realmente su manera de ver la vida es una fortaleza o una trampa autoimpuesta."
CAPÍTULO 1:
El despertador no es para mi
Algo en realidad se rompió, pero nadie parece notarlo.
No sabría decir exactamente en qué momento nací. Tal vez fue oportuno para mí, pero inoportuno para otros.
Mi infancia fue muy rítmico; No tuve hermanos y el primer recuerdo que conservo de mi padre es una discusión con mi madre en la cocina, mientras yo me postraba en un balcon. Debía de tener tres años en aquel entonces.
Nunca más supe de el luego de aquel desopilante recuerdo que yace en mí memoria.
Sin darme cuenta, los años pasaron volando. Supongo que hice lo que cualquier niño haría: salir a jugar, babosear, jugar con palitos del suelo (¿alguien más hace eso?), armar muñecos de papel, perderme en un mundo imaginarios
No sabía mi nombre hasta que una voz me llamó por "-".
Y, sin darme cuenta, ya estaba en el jardín de infantes.
¿Qué fue del jardín? No mucho. Jugar, conocer niños, seguir la rutina. Recuerdo que algunos jugaban al papá y la mamá, pero nada de eso me marcó realmente.
El año pasó rápido, casi sin dejar rastro. Solo había sido uno más en el grupo de niños, y pronto todo quedó en el olvido.
Llegó la escuela, y es difícil de explicar. Supongo que, como todo ser humano, pasé por la incertidumbre. Era introvertido y reservado, pero no por querer hacerme notar como muchos hacen hoy en día, sino porque simplemente.. "Así era yo".
El verdadero problema de no saber con quién congeniar es que, tarde o temprano, te das cuenta de que mucha gente es aprovechadora.
No recuerdo cuándo fue la primera vez que sufrí bullying. Tal vez en algún momento dado...
—¡Déjenme!
Y sin darme cuenta, mí yo de siete años estaba en el suelo del baño, golpeado. Quizás había sido empujado repetidamente contra las puertas, o tal vez simplemente era el resultado de algo que no comprendía del todo.
Los días transcurrían sin pausa, entre clases monótonas y los golpes que ya se habían vuelto rutina.
Una tarde, mientras caminaba por el patio en la hora del recreo, noté a un niño sentado en un rincón, sollozando en silencio, "David" uno de mis compañeros:
—¿Por qué lloras?— Pregunté sin demasiada emoción.
El chico levantó la vista, limpiándose la nariz con la manga de su suéter:
—Me golpearon... y me robaron mis cartas —Murmuraba con la voz entrecortada.
Podría haber dicho algo reconfortante o haber intentado ayudarlo de alguna manera, pero en aquel entonces no sabía cómo reaccionar ante el dolor ajeno. Solo metí la mano en mi bolsillo y saqué un par de canicas.
—Toma—Se las había tendido sin mucha ceremonia.
Él las tomó con duda, sin dejar de mirarme, mientras yo simplemente seguía mi camino.
Las materias iban y venían, con trabajos que, siendo honestos, gran parte de ellos nunca aplicaré en mi vida adulta. Tal vez lo básico, lo esencial para seguir en el país.
El 70% de los años escolares los pasé solo, con el eco constante de burlas y abusos detrás de mí, como un mosquito molesto que nunca desaparecía. Pero el rencor crece, se acumula, y cuando menos lo esperas, explotas.
Una vez, decidí que no solo soportaría. Una vez, me aseguré de que entendieran lo que era estar en el otro lado. Una vez... Cumplí mi represalia.
El acoso no siempre era físico. A veces se manifestaba en chillidos venenosos en los pasillos, risas y insultos mientras pasaba, en la certeza de que mis cosas nunca estaban realmente a salvo. Pero cuando se volvía físico... Entonces se volvía real.
Recuerdo un día en particular. Ya comencé la secundaria. Caminaba con mi mochila al hombro cuando, de repente, un empujón seco me lanzó contra la pared del pasillo. Apenas tuve tiempo de procesarlo antes de que una mano me sujetara por la nuca y me estrellara de nuevo contra los lockers.
—Ja, que taradito— Susurró uno de ellos, con esa mueca burlona que ya conocía demasiado bien.
El impacto me dejó aturdido, pero no lo suficiente como para no escuchar las risas detrás de mí. Luego, un pie se interpuso en mi camino y caí al suelo, entre risas que resonaban.
Mis propios sollozos me molestaban. No era tristeza. Era rabia; Rabia incontrolable.
Cada golpe, cada insulto, cada burla era un recordatorio de que estaba solo. Que nadie iba a ayudarme. ¿Los profesores? Unos vaganes. Fingían no ver nada. Como si fuera algo normal entre los chicos.
Pero yo lo veía. Yo lo sentía. Y un día, decidí que no iba a quedarme quieto.
Fue cuestión de esperar el momento adecuado. Seguirlo. Medir cada paso. No pensar, no razonar, solo dejar que el instinto hablara por mí. Y cuando estuve lo suficientemente cerca, mis puños ya estaban cerrados, mis nudillos ardiendo.
Algo dentro de mí hizo clic por primera vez.
No recuerdo todos los detalles de lo que ocurrió después. O tal vez sí, pero prefiero no pensarlos. Solo sé que, cuando todo terminó, la risa del acosador ya se había apagado,y estuve en problemas con la escuela durante unas semanas mientras mí madre con las venas entre los nervios me resguardaba.
Por primera vez, fui yo quien hizo sollozar a alguien más, y fue satisfactorio en ese entonces.
Los días sucedían sin cambios, año tras año. Materia tras materia, trabajo tras trabajo. Nada parecía importar demasiado.
A veces me despertaba tarde, otras; No veía el sentido en levantarme. Me acostumbré a faltar: 64 ausencias en un año. No por enfermedad, ni por problemas familiares. Solo porque no tenía ganas. Aún no estaba en un declive, pero si me sentía inconcluso.
En algún momento, aquel chico (El que lloraba por sus cartas robadas)!Apareció de nuevo, o tal vez siempre estuvo ahí mientras compartíamos primero de secundaria. Seguía siendo el mismo: callado, con la mirada baja, como si esperara un golpe en cualquier momento. Sus ojeras eran enormes, a veces un profesor en particular le hacía preguntas constantemente a él:
"¿Hey David estás bien?", "¿Comiste algo?", "Parece que no has estado durmiendo bien".
Esas palabras tal vez para el eran un alivio bondadoso, pero en algún momento las misma preocupación deja de cesar si el alumno no sabe cómo continuar.
Durante los primeros dos años de secundaria, me mantuve en círculos. No porque realmente encajara, sino porque estar solo parecía peor.
Pero un día me detuve a pensar: ¿Realmente eres tú? ¿O solo estás ahí como un estúpido para la risa de los demás?
Por algo siempre guardaba mis pensamientos, mis opiniones. Callaba y asentía. "Sí", al compañero de "Buenas vibras". "Sí", al chistoso del salón que se creía popular. "Sí", a cualquiera que quisiera llenarme el oído de palabras energúmenas.
Pero si faltaba 100 días, ¿alguien me buscaría? No. No me preguntarían, no notarían mi ausencia. Seguirían con sus vidas sin que yo fuera más que una sombra en el fondo de una foto grupal. Solo lo harían una vez que yo aparezca por mí cuenta.
Si alguna vez estuve en un grupo, siempre fui el segundo plano.
Tal vez por eso, esas "amistades" de uno, dos, tres, seis, incluso siete años... Eran vanas.
Cuarto y quinto año de secundaria fueron más de lo mismo. Pero el crecimiento hacia la adultez ya era evidente.
Los compañeros seguían siendo los mismos, pero yo ya no tenía círculos. Tal vez por eso empecé a observar más. Giraba la cabeza, los miraba. Para ellos, probablemente era raro. ¿Pero qué más daba?
Por aburrimiento, incluso llegué a contar cuántas palabras salían de mí boca. El día más silencioso, apenas 34. En los mejores días, entre 200 a 300.
En toda esa etapa, creo que solo tuve dos amigos, quizás tres. Solo porque compartíamos el hecho de tener un pensamiento autodidacta.
Luan, recuerdo que ese chico me miraba constantemente. Yo sentado en un rincón del fondo, con mí silla y mí mesa, mirando en todas partes.
Él junto con sus dos amigos; Rodrigo, y Nadia. Habían tomado la iniciativa de hablar conmigo:
—Hey que tal? Se que ni siquiera nos conoces aunque somos compañeros. Pero, hace rato te vemos solo acá así que tal vez te guste juntarte con nosotros en tiempo de clase ¿Que te parece?
Esa fue el primer diálogo que tuve con el, tal vez era inusual que alguien se acercase de esa manera conmigo en clases, pero, creo que necesitaba una fugaz de despeje:
—Si por supuesto.
No niego que tuve mis tropiezos, mis actitudes tontas en ciertos grupos, pero con el tiempo, simplemente escuchar y observar a mis compañeros era suficiente para entenderlos. Bastaba con ver al de las Manuel; Alias el Buenas vibras, para saber exactamente cómo era; Un infeliz arrogante el cual fingía actuar como un ser de luz espiritual a costa de conveniencia de otros, y fondo de sus papis con dinero.
Generalmente pocos tenían sentido común en esa aula, tal vez estos chicos pese a no ser de su misma onda, al menos nos los veía en constante búsqueda de aprobación desesperada en la influencia.
La madurez, creo, está mal calificada. No se trata de parecer serio o de abandonar lo infantil. Es asumir consecuencias, cargar responsabilidades. Es forjar un pensamiento propio y sostenerlo con convicción. Puedes entregarte a pasatiempos excéntricos o convencionales, eso da igual. Lo que te define es la solidez de tu juicio, la profundidad con la que comprendes, la capacidad de distinguir lo que realmente importa.
Los años pasaban y los trabajos escolares eran inútiles o estaban llenos de información errónea. No lo decía por terquedad, sino porque ya me había informado por mi cuenta. Pero la mayoría solo leía, asentía y escribía, sin cuestionar nada. Corregir parecía demasiado esfuerzo para ellos.
Llegó sexto año, y la hipocresía alcanzó su punto máximo. ¿Centro de estudiantes? Solo un grupo de personas sirviendo a la directora incompetente. No cumplían con nada, otra decepción más. Mis compañeros se abrazaban entre sí, celebrando el "último año", pero yo y otros como David solo observábamos. La diferencia, es que el tenía una mirada severamente amargada.
No porque fuéramos fríos, sino porque veíamos las cosas como eran. Esa escuela nunca fue perfecta. Nunca fuimos amigos. Y, para ser sincero, mas allá de esto a nadie le importabas.
Pero entonces, a mitad de sexto año, en junio, la realidad golpeó con fuerza. Alguien se quebró. David falleció. Aquel niño al que le arrebataron sus cartas, aquel chico triste que soportó burlas constantes, aquel al que golpeaban y luego lo trataban como si nada. Que ni siquiera su madre lo esperaba en la salida de la escuela cuando era un niño.
Y no fue una muerte casual, fue una muerte voluntaria.
Como en toda defunción, el tiempo hizo su trabajo. A los pocos meses, los llantos se apagaron. Mis compañeros, esos mismos que lo acosaron, que le hicieron la vida aún más insoportable de lo que ya debía ser, siguieron adelante como si nada. Tal vez nadie sabía lo que realmente pasaba con David fuera de la escuela, pero dentro, todos eran responsables. Y, aun así, ahora se golpeaban el pecho con una tristeza vacía.
El enojo me quemó por dentro. No pude evitar soltarlo:
—¡Falsos hipócritas...!
Se quedaron callados. No tenían nada que responder. Era evidente: Se estaban engañando a sí mismos. La escuela se estaba engañando. El equipo Directivo se estaba engañando. Es como aquel
refrán: la persona murió, pero como no hubo sangre, nadie lo notó.
Decepcionante.
Diciembre llegó. No negaré que algunas materias se me complicaron, entre la fatiga y la falta de interés, pero con un par de intensificaciones lo logré.
Y finalmente, el día de la ceremonia de graduación; Fotos, abrazos, sonrisas ensayadas. Yo solo compartí ese momento con tres compañeros: Luan, Rodrigo, y Nadia. No sé si llamarlos amigos o simplemente conocidos con los que compartí el peso de la rutina. A veces, estar dispuesto a todo por una amistad es contraproducente, y por eso, reflexionaba si realmente había algo genuino ahí o solo convivencia mutua.
Todo transcurría como era de esperarse: La multitud, los discursos, los nombres siendo llamados. Pero... ¿y David?
Nadie lo mencionó.
Meses de lágrimas farisaicas, y ahora ni una sola palabra en su memoria. Mis compañeros reían, el equipo directivo fingía que todo estaba bien.
Incluso mis amigos notaron el silencio incómodo. Mí madre no asistió porque estaba trabajando a altas horas de la noche. Y entonces, mientras la ceremonia continuaba, vi la oportunidad.
Deslizándome entre la multitud, me dirigí hacia la salida. El portero me vio y preguntó:
—Hey, ¿a dónde vas? ¿te pasa algo?
—Nada, solo estaba caminando... estoy emocionado.
Me miró unos segundos antes de cruzar los brazos y seguir con lo suyo. En cuanto se dio la vuelta, me fuí echándome a correr.
No más.
No me importaba la ceremonia, los aplausos, ni la foto con el diploma después de todo, Días después, simplemente pasaría a buscarlo...
¿Todo porque?
El tiempo pasó y, a los 18 años, terminé la escuela. Algunos de mis amigos, como Luan, decidieron tomarse un año sabático, tal vez porque económicamente podían permitírselo o quizás por pereza.
Rodrigo, en cambio, se esfumó con el tiempo. Pasarón 4 meses desde que terminamos la escuela y nunca más supe de él. Tal vez se mudó solo,Tenía más amigos pendientes o simplemente decidió cortar con todo sin avisar. Solo se que nunca hubo un adiós, y Luan estaba enojado por eso.
Nadia, por su parte, estaba enfocada en sus propios asuntos; Nunca supe exactamente en qué, a veces parecía indecisa de sus emociones.
Una tarde, mientras revisaba el celular sin mucho interés, recibí un mensaje de ella:
—<Oye, ¿te parece si nos juntamos?>
—<Eh... ok, porque no>
Esa fue la primera salida que tuve con alguien a solas. No fue romántica, claro que no, solo una simple salida. Aúnque no estaba acostumbrado a este tipo de cosas. En todos los años, solo había tenido cinco salidas en ese tiempo de mí vida.
La primera fue una excursión en la primaria: No fue nada especial, pero al menos mi imaginación y mi mentalidad infantil fue suficiente para desviarme.
La segunda y la tercera fueron con Luan, Rodrigo y Nadia: No fueron precisamente cómodas; Yo no sabía de qué hablar, aunque sí cómo escuchar o reaccionar.
La cuarta fue nuevamente con ellos, pero sin Nadia.
La quinta ocurrió al día siguiente de terminar la escuela, con los mismos de siempre. Esa vez, fue el momento en que más interactúe con el grupo.
Nos encontramos en una plaza; El tipo de lugar que no está abarrotado pero tampoco vacío. Nadia se compró un café frío, yo una botella de sprite.
—Siempre traes una sprite —Comentó, removiendo el hielo con la pajilla.
—No siempre.—Respondí, aunque no pude recordar la última vez que pedí otra cosa.
Ella sonrió de lado, como si hubiera ganado un punto en una discusión imaginaria. Luego, se quedó viendo su café.
—¿Te pasa algo?
—¿Por qué lo dices?
—Siempre haces eso cuando piensas demasiado. —Señalé el hielo del cafe girando en círculos.
Ella parpadeó y dejó la pajilla.
—Eres raro.
—No es algo inusual que me hayan dicho antes.
Suspiró y apoyó su menton en su mano:
—A veces me pregunto por qué sigues viéndote con nosotros.
—¿Es tu forma de decir que me odias?
Soltó una risa ligera:
—No, tonto. Solo... siento como si estuvieras aquí, pero al mismo tiempo en otro lado.
—Tal vez porque nunca entendí bien cómo funcionan estas cosas.
—¿Las amistades?
—Las interacciones.
Me miró unos segundos y luego sonrió con algo de nostalgia:
—Sabes... a veces también me siento así.
No hablamos demasiado, pero, de algún modo, aquella conversación simple valía más que todas las salidas anteriores juntas. Nadia tomaba su café con calma, mientras yo respondía con palabras concretas, sin demasiadas vueltas. Y ya. No había silencios incómodos, ni la necesidad de forzar algo más. Solo eso.
Ya habían pasado cinco meses desde que terminé la escuela.Una tarde, mientras merendaba y hablaba con mi madre, surgió la pregunta inevitable.
—Hijo, ¿tenés pensado estudiar algo ahora?
—Mmm... no lo sé—Respondí, encogiéndome de hombros—. Pero creo que debo enfocarme en conseguir trabajo.
Fue en ese momento cuando lo entendí. Tenía que empezar a enviar currículums aquí y allá, aunque había un problema: La experiencia. Nadie quería contratar a alguien sin experiencia, pero para tener experiencia, necesitaba un trabajo. Y para conseguir un trabajo, debía pedir contactos.
Un ciclo rutinario del que sería difícil salir...
CAPÍTULO 2: Entre Humos y café
En búsqueda del ciclo rutinario:
Fue un proceso más agotador de lo que imaginé. No bastaba con enviar certificados, tenía que insistir, recibir rechazos, escuchar excusas vagas como "Estamos buscando a alguien con más experiencia", "Te llamaremos despues" (y nunca llamaban) o simplemente la indiferencia de un correo sin respuesta. Algunos conocidos decían que lo mejor era moverse por parientes, pero incluso ahí había trabas: "Te aviso si sé de algo", "Déjame preguntar, pero no prometo nada". La perseveren se iba desgastando, pero entendí que la búsqueda de empleo no era solo mandar papeles, sino una ruleta rusa de suerte y, a veces, pura casualidad.
En resumen, era agotador.
Durante el primer año de finalizar la escuela, algo aún me mantenía despierto: David. Aquel chico que se quito su propia vida.
Tal vez nunca tuve un vínculo con el, y era extraño, nadie parecía acordarse o haber sabido sobre el; Dónde Vivía, su familia, sus padres, nada. O al menos mencionarlo.
Tal vez seré yo quien se había quedado afectado por su muerte. Algo me sentía reflejado en algo en el, y a veces me venían dudas: ¿Y si le hubiese hablado? ¿Y si nos habríamos echo amigos?...
Ya no importa... El no está más en este frágil y palido mundo, y debo aceptarlo de algún modo.
El momento llegó. A través de contactos del padre de Luan, intenté conseguir trabajo. Algo sencillo para el currículum, ya sabes: Atención al cliente, seguridad, albañilería cualquier cosa que sirviera como experiencia.
El primer mes fue un desastre. Exigencias absurdas, horarios imposibles, requisitos que no cumplía, y mucho trabajo de fuerza.
No conseguí mucho pero ya era un indicio.
El segundo mes, en cambio, tuve más suerte. Mi primer trabajo fue de mesero.
—¡Más rápido, hey, más rápido!
No fue bonito. Fue agotador. Pero a veces creo que mi paciencia era implacable en ese entonces. Con el primer sueldo en mano, renuncié.
Luego, por parte de Luan, surgió otra oportunidad:
—Oye, hay una panadería que se está instalando, podrías consultar por ahí si necesitan empleados.
—En serio?
Finalmente, conseguí un nuevo trabajo. No era la gran cosa, pero era algo estable, y después de momentos frustrantes, me bastaba esto (Por ahora).
Los primeros días fueron erráticos: Horarios ajustados, mucha atención al cliente que llegaban a última hora y un jefe que tenía sus períodos de exigencia extrema. Aprendí rápido que los viernes eran sus peores días, pero los lunes y miércoles, después de su fin de semana, su carácter mejoraba. Era cuestión de moverse con cuidado, entender cuándo hablar y cuándo simplemente asentir en el momento adecuado.
El equipo era pocos: Mariano; El que trabajaba a mi lado, tenía el aspecto de alguien que había pasado por más noches de fiesta que de sueño. Se notaba en sus ojos irritados y en su voz rasposa. No me metía en su vida, pero era difícil no notar cómo se tambaleaba algunos días. Belu; Extrovertida, y posiblemente mejor amiga del mismo mariano.y por último Jessica; Para ser honesto no supe mucho de ella. Después de todo, los tres eran amigos de hace tiempo según las interracciones que veía por parte de ellos.
Luan y Nadia vinieron a visitarme una tarde, supongo que de casualidad:
—¿Hola, cómo te va?-—Me había preguntado Luan con su típica expresión.
—Bien, creo— Recuerdo haberle dicho sin tanta emoción.
No había mucho más que decir. Era un trabajo, una rutina. No estaba mal, pero tampoco era algo que me fascinaba. Tal vez por eso nunca intenté conocer demasiado a mis compañeros de trabajo. Todo se resumía a saludos, respuestas automáticas y conversaciones que no llevaban a nada antes de salir en nuestro turno. Además, con el sueldo resguardado de varios turnos del trabajo, los dedicaba para futuros estudios en la universidad.
Ya me había adentrado ligeramente en eso, o al menos por un corto tiempo.
Los fines de semana veía cómo algunos de mis compañeros salían juntos. Algunos se despedían con gestos cansados, otros con risas animadas.
—Nos vemos— Decían mientras se alejaban—. Un día deberías venir con nosotros.
—Lo tomaré en cuenta. Que tengan buen finde.
Nunca lo tomaba en cuenta.
Los sábados y domingos eran iguales. Llegaba del trabajo, intercambiaba algunas palabras con mi madre quien a veces llegaba más tarde al trabajo que yo, preparaba algo de comer y luego me encerraba en mi cuarto durante varías horas. Pasaba el extenuante tiempo sin que hiciera gran cosa en particular: Un poco de celular, a veces escribía en una hoja suelta o en este mismo espacio, otras veces simplemente escuchaba música, etc.
Belu me insistía en que escuchara Linkin Park. Según ella, sus letras eran profundas, aunque yo apenas entendía el inglés como para apreciarlas realmente. Mariano, en cambio, me recomendaba más música nacional o rock Latinoamericano; Gustavo Cerati, Indio Solari, Sui generis , entre otros. Me sorprendió para ser sincero, lo había prejuzgado como uno de esos que solo escuchan reguetón. Supongo que lo juzgué mal, al menos en lo musical.
Tomaba en cuenta sus recomendaciones, pero muchas veces no podía concentrarme ni siquiera en eso. Había noches en las que me acostaba y, al cerrar los ojos, horas ya habían pasado. A veces despertaba y me daba cuenta de que no había dormido en absoluto. Soñaba cosas extrañas, imágenes sin sentido que no valía la pena recordar.
Tal vez la mayor parte de mi vida la pasé hablando solo. La gran interacción nunca fue lo mío. Mi comunicación con los demás era mínima, y las conversaciones profundas, casi inexistentes o inexactas.
Todo marchaba relativamente bien, hasta que empezó a marchar relativamente mal.
Aquella noche, después de otro día en la panadería, revisé el celular mientras volvía a casa.
<¡Vení por favor, se le explotó la casa a Luan!!!!!!>
No pensé. Solo corrí.
Cuando llegué, la calle parecía un limbo: Luces intermitentes, policías, bomberos moviéndose entre los escombros. Gente amontonada en bisbibeos. Un hogar reducido a pedazos y carbon; Con humo saliendo entre las ruinas, y olor a quemado putrefacto impregnándolo todo.
Todo mientras preguntas flotaban sin respuestas:
—"¿Estaba adentro?", "¿Alguien lo vio salir?", "¡Digan algo, carajo!"
Había llantos. Una mujer se sostenía de un hombre calvo con barba, temblando, la cara empapada de lágrimas. Otros cuchicheaban entre sí. Algunos grababan con el celular.
No veía a Nadia, pero si ví la camilla pasar, y una bolsa negra cerrada sé postraba entre está:
¿Luan?...
Nadia sollozaba, pero yo no sabía qué decir. ¿Realmente fue mi amigo? Esa duda se instaló en mi cabeza.
A veces me pregunto si fui yo quien estuvo equivocado con él. Quizás siempre estuvo ahí, formando parte del grupo sin que yo lo notara todo, contando alguna anécdota, metiendo algún comentario para romper el hielo. Tal vez siempre estuvo dispuesto a sumar algo, aunque fuera mínimo.
El incendio fue un accidente. Eso dijeron. Eso repitieron. Eso quedó en el informe. Pero nada de eso importaba en ese entonces. Solo supe que tenía que estar ahí, en silencio, mientras Clara lloraba.
No hubo funeral. O al menos, yo no estuve presente. No sentí tristeza, no realmente. Más bien, una especie de desconcierto.
Luan nunca me exigió hablar de más, solo me invitaba a compartir cosas; Cafés, mates, tés batidos, lo que hubiera. Siempre con una sonrisa, siempre intentando que el grupo no se dispersara, siempre apoyando a Nadia en sus enredos emocionales. ¿Ella estaba para el? Y yo... yo nunca lo vi realmente.
Solo sé que, en ocasiones, me reí con él, le presté atención cuando hablaba de sus cosas, incluso cuando no me importaban del todo. Luan siempre estaba ahí, sin exigir nada a cambio, sin hacer ruido, simplemente presente.
No importaba cuántas veces Nadia se metiera en líos, él la escuchaba, la aconsejaba, le daba su apoyo incondicional. Si ella llegaba contando otro drama, él siempre tenía algo que decirle, algún intento de guía, aunque supiera que ella no lo seguiría por completo.
Quizás por eso le dolió más a ella. Porque perdió a alguien que realmente la veía, que no se cansaba de estar ahí. Yo, en cambio... no sabía qué sentir. No podía.
Los estados emocionales son efímeros. Por eso, cada instante de felicidad y risa genuina en ocasiones lo vale. Nacemos para sufrir, pero también para crecer en nuestro propio existir. Tal vez generalmente seamos indelebles pero eso no significa que no nos dejamos de preocupar.
Tal vez algo más.
No era tristeza, no era culpa. Era una sensación rara, como si la vida siguiera avanzando, pero sin ganas de seguirle el ritmo. Algo monótono, vacío.
Los días pasaron, y en algún momento cobré el sueldo del mes en la panadería. Mi jefe no me trató tan mal estas semanas. Quizás, después de todo, tenía una especie de conmiseración disfrazada de exigencia. O tal vez simplemente le daba igual mi existencia mientras cumpliera mi trabajo.
Mis compañeros siguieron en lo suyo, con las mismas charlas de siempre, con las típicas invitaciones que yo seguía esquivando con respuestas cortas. No tenía ganas. No por Luan, o quizás sí, pero no de la manera en la que todos esperaban. No estaba de luto. No lloré, no me encerré en mi casa pensando en él constantemente en el. En ocasiones de mí mismo.
Pero había algo que no se iba. Algo que pesaba en el fondo de la cabeza, como un ruido blanco constante.
Me dirigí a la casa alquilada de Nadia, Por suerte, había logrado conseguir algo, y creí que sería bueno visitarla de vez en cuando.
Esa noche. Antes de tocar la puerta, vi que no estaba sola. Un chico, alguien a quien no reconocí, la abrazaba con esa cercanía que solo se permite a los que son refugio. No supe en qué momento lo conoció, ni si ya era parte de su vida antes. Tal vez nunca fue del todo abierta con su amistad conmigo, tal vez Luan no era el único que la sostenía cuando se derrumbaba.
Solo sé que ella ya estaba siendo consolada y apoyada otra vez, como si el vacío que se hubiese rellenado. Algo me disgustó. No sé si fue la rapidez, la facilidad con la que encontraba a alguien que la escuchara, o simplemente la confirmación de que, al final, siempre había alguien más.
Me quedé un momento en la ventana, en silencio, viendo esa escena. Luego, sin hacer ruido, decidí que era mejor despedirme así, sin palabras.
La noche aquella fue larga, no lo negaré. Me quedé un rato en un balcón de la calle, con la mirada perdida, pensando en blanco... o simplemente pensando por pensar. Se sentía como una noche de cristal que se hace añicos...
En algún momento seguí caminando, hasta que la voz me sacó de golpe de la inercia:
—¡Dame todo lo que tengas!
No hubo tiempo para reaccionar. Un arma se afinaba directo hacia mí pecho.
¿Qué haría? Tal vez, si estuviera nervioso, habría hecho algo estúpido. Pero la pistola estaba demasiado cerca, su punta brillando a centímetros. La muerte no era una metáfora ni una idea abstracta en ese momento; Estaba ahí, al alcance de un movimiento en falso.
Le di mi billetera sin dudar.
El tipo la agarró y salió corriendo, perdiéndose en la oscuridad. Pero en ese breve instante, entre la capucha y las sombras, vi su cara. Aunque sea por un segundo, lo capté.
Fue frustrante. Me pasé el camino suspirando, pateando piedritas en la vereda, sintiendo esa mezcla de bronca y resignación. Lo irónico es que el tipo se conformó solo con la billetera, como si no le importara revisar si tenía más. Y ahí no estaba todo mi dinero, pero sí una gran parte. Tal vez más de un medio.
No sé, es algo raro que hago: Repartir la plata en distintos bolsillos, como si esperara que algo así pasara. Supongo que esta vez sirvió de algo... aunque ahora tendría que hacerme otro DNI.
Pensé en irme a casa, terminar la noche lo más pronto posible. Pero en el camino la cafetería de la esquina estaba abierta.
Qué más da. Fue una noche fea, así que... ¿Por qué no?
Entré a la cafetería. A esta hora no había mucho movimiento: Un anciano leyendo en el fondo, una señora revolviendo su taza y otro flaco sentado solo. Me acerqué al mesón y pedí sin pensarlo mucho:
—Un café negro, por favor.
—A la orden caballero.
Esperaba que al menos el café llenara ese vacío raro que tenía en el pecho, pero entonces alguien decidió empezar una charla.
—Noche fea, ¿no?
—Ni te imaginás.
—Me llamo Timothy— Dijo, extendiendo la mano con confianza.
Recuerdo haberlo mirado un segundo antes de responder, pocas personas se abrían de esa manera:
—El gusto es mío.
Las interacciones eran concretas, sin rodeos. Pero en su mirada había algo... No sé, como si ya hubiera pasado por demasiadas cosas y ahora solo se dedicara a disfrutar su café, tranquilo, acostumbrado.
Las charlas seguían, pero sin apuro. Preguntas simples, casi de compromiso:
—¿Qué tal el clima de la noche?
—Frío, pero nada del otro mundo.
—¿Eres de por aquí?
—Solo ando de paso.
No había mucho más que decir, pero tampoco hacía falta.
En algún momento, después de tanto silencio, noté que me observaba con más atención. Luego, alzó una ceja:
—¿Sufriste una experiencia fea recientemente?
—Eh... Sí. Me robaron la billetera, aunque no todo el dinero que tenía encima.. creo.
—Qué complicado.
Hubo una pausa antes de que yo preguntara:
—¿Y a qué te dedicas, Timothy?
—¿Ahora? No lo sé... Solo pienso.—Respondió mientras le daba una calada a la bebida.
—Puedes contarme si quieres. Soy todo oídos.
La charla continuó. Me contó que había vivido en un pueblo, un lugar sencillo. trabajaba en una compañía farmacéutica, aunque por la forma en que lo dijo, me quedó claro que la había dejado.
Entre cafés y pedidos, la conversación fluyó de una forma extrañamente natural. No había tensión, no había esfuerzo por forzar nada. Tal vez porque él era alguien reservado, pero con una mente abierta. Tal vez porque, por una vez, yo tampoco sentí la necesidad de evitar la charla.
—Por lo visto, no eres de muchos amigos, ¿no?— Me preguntó Timothy, observándome con calma.
—Mis interacciones son despóticas— Le había dicho mientras fruncía mis hombros—. Creo que los únicos que realmente consideré amigos los perdí. Y uno de ellos acaba de morir en un incendio.
—Lamento escuchar eso.
—Aunque... Para ser honesto, no estuve triste. Solo... Conmocionado. Sabes, creo que estar en profundo silencio, observar y no sentirme incluido en algunos círculos me hizo darme cuenta de lo excéntrico que soy.
Timothy había echo una leve mueca antes de tomar un sorbo de café. Luego, con la mirada fija en la taza, respondió:
—Verás... te entiendo en algunos aspectos. Nunca sabes si realmente tuviste amigos hasta que te das cuenta de que ya no están. Y si los recuerdas hasta el día de su muerte, significa que ellos tampoco te olvidaron.
Timothy recuerdo que hizo una pausa muy larga, como si midiera sus palabras y recuerdos de aquel acontecimiento:
—Uno de ellos murió por una epidemia que pasó desapercibida para muchos. A los otros... También los perdí, pero en otro sentido. Pero cuando suceden golpes así de graves, lo mejor es buscar un nuevo camino. Tal vez no es que no encajes en el mundo, sino que aún no has encontrado tu lugar en él.
Levantó la vista hacia mí, con una leve sonrisa irónica:
—Las excentricidades no son errores extremos; son la firma de la autenticidad que muchos no saben leer. El tiempo y la muerte pasan rápido, así que no deberías preocuparte tanto por lo que haces: disfrútalo. Y si tienes que empezar un nuevo camino, empieza a cavar hasta encontrar lo que resuena en ese sentido agudo indescriptible.
Esas palabras, y ese Momento enriquecedor tan natural me hicieron abrir varias ventanas en mi cabeza. Tal vez había tenido una mala experiencia, pero... ¿y si simplemente era una señal de que debía irme?
Hay peligro en cada esquina, pero estoy bien. Tal vez, caminando lo intentaré.
Me habría gustado seguir la charla de no ser que la mesera nos interrumpió con tono amable:
—Chicos, pronto vamos a cerrar.
—Oh, está bien— Respondió amablemente.
Antes de que pudiera reaccionar, Timothy pagó por ambos. Luego, alzando la mano en un gesto casual, dijo solo una palabra:
—Explora.
Y se fue en dirección opuesta.
Yo, en cambio, me dirigí a casa, con una sensación extraña en el pecho. Tal vez, por primera vez en mucho tiempo, tenía ganas de hablar con mi madre. De contarle algunas cosas.
Esa noche fue un circuito de pensamientos y ideas que giraban sin cesar en mi cabeza.
CAPÍTULO 3:
Tránsito hacía un suspiro
El ambiente no me agrada para salir. Todo era una excelente ocasión para encadenarme. Ya no sabía mucho sobre Nadia: Ella estaba bastante abstraída, tal vez con abulia.
Mí madre continuaba con sus cosas y parece tener ligeros avances.
Ya habían transcurrido doce meses desde que trabajaba allí. Me ofrecieron hacer un curso de seguridad por parte de un primo tercero, el cual solo exploré poca parte haciendo dobles trabajos.
Todo era tan raro. Tal vez estoy en una pared, pero pareciera que no me suelto más. Como si fuera un rasgo de inconsciencia mientras mas apretaba la cuerda al cuello.
No dormía nada. No sonreía, Solo alimentaba una autopía hasta esperar un próximo día.
Las horas se retomaban entre atención al cliente, atención al cliente, pedidos de facturas, medialunas y demás. Hasta que llegó el momento de tirar la toalla.
En algún momento, antes de que el sol alcanzara su punto más alto, pasé por la panadería. Aquel lugar que olía a café quemado, a harina tibia, a esfuerzo constante. Le conté al jefe (De pocas palabras pero mirada honesta) Que era tiempo de renunciar. Me escuchó, comprendió y asintió dándome el último sueldo.
Mariano fue el primero en estrecharme la mano. Ese gesto torpe pero sincero, como si entendiera sin tener que decir nada. Belu se acercó después, me regaló una sonrisa cansada y un simple "Cuidate". Sentí que quería decir algo más, pero ahí quedó. Nunca fuimos amigos, ni nada por el estilo, pero creo que fueron buenos compañeros de trabajo. Al fin y al cabo, escuché buenas charlas.
Me fuí caminando despacio, dispuesto a algo mejor. A un nuevo rumbo que atinar.
Busqué y busqué en internet desde casa. Solo tenía que encontrar una buena parada... Para irme.
A veces solo queremos escapar en una parte de este mundo, porque hay veneno en cada corazón.
Le conté a mi madre que era momento de hacerlo.
¿A dónde? No lo sabía.
Fue complicado charlarlo con ella, pero en el fondo entendía que ella estaba avanzando... y que le haría bien estar sola, con otras compañías.
—¡Voy a comprar!— Había dicho, saliendo.
La noche iba bien... hasta que, en un momento, algo pasó.
Un sujeto con capucha negra.
La misma capucha que reconocí una vez.
El mismo tono de voz que escuché en aquel grito: "¡Dame todo lo que tengas!"
Y algo me lo confirmaba. Era él.
La misma persona que me había robado.
Lo delató el giro repentino de su cabeza hacia atrás, clavando en mí una expresión de mal augurio.
Esa ocasión no fui bondadoso. La noche era perfecta para pocos.
Entré a la tienda, compré las cosas necesarias, pero en lugar de volver a casa... Me desvié. Me deslicé en calles y avenidas que conocía de memoria, hasta poder volver a ver, dispuesto a un acorralo.
Luego de tantos giros, tensión y desesperación del momento, su cara empezó a resultarme familiar. Como si en algún momento, de niños, lo hubiese conocido. Tal vez un compañero de escuela, un Bully.. o tal vez no. No decía nada, tal vez no entendía si era por esa noche. O por algo que quito. No lo sé.
Lo que sí sé es que después de esa noche, después de atraparlo en un callejón a altas horas...
Dudo que haya vuelto a robar. Por sus piernas.
La hora pasó. Le entregué a mi madre las cosas de la compra. Mi ropa estaba malgastada, quizás rota en algunos bordes... Ni lo recuerdo bien. Solo sé que, pese a todo, terminé preocupándola un poco durante esa noche, y me fui dispuesto a cambiarme de atuendo.
El tiempo siguió su curso. De Nadia no supe mucho más, hasta que un día, sin más, me la crucé a plena luz del mediodía adelante:
—Oh, hola "-"— Fue lo único que dijo.
Con total tranquilidad, como si su estado ya hubiese pasado. No iba con nadie, pero parecía relajada... Lo suficiente como para que no lo haya hecho sola.
Respondí con lo básico: "Hola", "¿cómo estás?", "qué día, ¿no?".
No fue una conversación larga, pero sí lo suficientemente extraña. O quizás fui yo, quien esperaba algo más de lo que quedaba, tal vez.
¿Me olvidó? No lo sé. Tal vez podría haberle dicho que, posiblemente, esa fuera la última vez que me viera. Una resignación silenciosa y desilusión contenida.
Pero... ¿para qué? ¿Por esperar una respuesta?
Esa fue la penúltima noche con mi madre. Cenamos milanesas viendo la película Platoon.
En le mesa; Invitó a un par de personas, entre ellos su primo y otro más que no recuerdo del todo. Tal vez buscaba experimentar un aire familiable antes de todo... Una escena que la hiciera sentir rodeada, aunque fuera por un rato.
No negaré que hasta yo sonreí.
Más tarde, después de todo, en la habitación, exploraba mi celular. Tal vez no quería escuchar, ni pensar demasiado. Empecé a borrar mis cuentas, mis redes sociales, mis rastros digitales. Creo que buscaba algo... Una forma de reiniciarme. Empezar desde cero. Ya no me agradaba estar siempre en una habitación de ladrillos, con una cama inolvidable pero angosta, y ese techo bajo que parecía susurrar "No vas a salir de aquí".
Nunca tuve gatos, ni perros. Así que estar casi todo el día en mi habitación me convertía en un espectador de mí mismo. Solo, con un par de cosas, incontables trabajos: ayudante de albañil, panadero, seguridad y ahora, quién sabe...
Cada oficio dejó su marca en mis noches. Y todo ese pasado -Esos estados, esas frustraciones, esas esperanzas- Quedaban comprimido en esa habitación.
Borré mis cosas. Dejé otras.
Después de eso, fue más de lo mismo. El día pasó lento, pero fue agradable. Nada relevante: Tomé café, hice unas compras, interactué con pocas personas. La cena fue pollo con fideos, junto a mi madre. Lave los platos, respondí algunas preguntas sobre el equipamiento de mi mochila.
Ya casi era hora. ya iba a viajar.
El tren salía desde la Parada La Luciérnaga, una estación vieja a las afueras, casi olvidada. Destino: Valle Sur, un lugar del que solo sabía que era frío, pero tranquilo. Llevaba conmigo lo justo: Algo de ropa, documentos, una linterna, una navaja vieja, un termo con café fuerte, muchos ahorros de varios años, y un cuaderno arrugado donde, quizá, algún día, volvería a escribir para explorar mí mente.
La mañana estaba tibia, con una brisa tenue que apenas movía las hojas secas del árbol frente a la ventana.
Me levanté a las 8:00 am; Desayuné un té, respiré profundo y, con un gorro, la mochila, el boleto y todo preparado, me despedí de mi madre en la puerta.
Ella no vino hasta el andén, pero sé que miraba desde lejos.
No hubo abrazos, ni lágrimas. Solo un gesto con la cabeza... y una sonrisa apenas dibujada.
Es mi madre. Tuvo sus defectos. Algunos aman profundamente a sus madres, otros -como yo- solo mantienen una neutralidad. Aun así, gracias... por intentar reinsertarme en el mundo.
Llegué a la estación luego de 50 minutos de viaje.
—Hola, ¿a qué hora sale la parada de...?
Y solo esperé. Hasta que en la estación me encontré con alguien "Timothy":
—Hey, eres tú de nuevo.
—Ah, el chico de la cafetería. ¿Cómo has estado?
Hablaba con ese tono melancólico, pero relajante. Fue curioso haberlo visto de nuevo:
—Bien, supongo. Estoy a punto de irme... Hacia un nuevo camino, creo.
—Eso me parece muy oportuno. Será difícil, pero lo lograrás. A diferencia de ti, yo estoy esperando a alguien. Pero me alegro por ti.
Me miró y me consideraba con los ojos, como si pudiera ver algo más allá mientras daba un ligero suspiro:
—La charla en el café fue interesante. Un placer haberte conocido.
—Cuando uno se va con la frente en alto, no hay nada que reprochar. Suerte camarada.
Solo una mirada larga. Nunca nos conocimos realmente, pero se sintió como aquella ocasión:
cuando no sabés absolutamente nada de la otra persona, pero la interacción es lo suficientemente agradable como para sentir una vibra... Una conexión mutua de respeto.
Él aprendió mucho.
Yo voy por algo más.
Mi tren sonó fuerte. A punto de partir:
—¡Oh, nos vemos!
—Adiós.
Casi no llegaba, pero logré entrar. Me senté. Respiré hondo. Jamás me había subido a un tren.
Muchas caras, y ese aire a... Nuevo.
Subí al vagón sin mirar atrás.
Cuando el tren se puso en marcha, sentí el golpe suave del acero avanzando sobre el hierro oxidado.
Afuera, todo empezaba a hacerse pequeño.
Adentro, por primera vez, todo parecía abrirse.
Busqué mi asiento y me senté. No había saludos en las ventanas, ni charlas.
Solo gente mirando... y pensando.
En el vagón del tren se emprende su sonido.
Cierro los ojos y dejo que mí mente divague en sus más profundos pensamientos:
Hay que aceptar el pasado y dejarlo atrás.
Continuar la vida en un nuevo sitio, que tal vez no sea tan corrosivo como aquel lugar que lo nombraban como un aparente paraíso...
Fin.
CAPÍTULO 4:
La mirada bajo una sombra en el Cristalino.
“Hey... hey, ¡hey! No te vayas, despertá. ¡HEY!”
11:30 PM – Tren en dirección al Valle del Sur:
Mm, parece que me había dormido. Al despertarme, habían pasado ya una hora y media desde que subí al tren.
La máquina avanzaba lento, como si dudara del camino. Las ventanillas estaban normales: algunas sucias por el polvillo del trayecto, otras ligeramente astilladas, como si algún viejo intento de escape las hubiese marcado.
Del otro lado sólo se veían campos secos, algunas vacas flacas, y cables colgando como cuerdas sin tensión.
Iba sentado al lado de una señora dormida que roncaba suave, con la mochila entre las piernas y un nudo en el estómago que no era hambre.
No sabía bien a dónde iba. Tampoco importaba. Cerré todo: redes, contactos, mi casa... incluso partes de mí.
Solo quería moverme, cambiar de aire. Y sin embargo, lo único que sentía era ese viento nuevo, más limpio, pero igual de ajeno.
Tenía todo. Así que... ¿qué más da?
Me eché a dormir otras horas. De campos a ciudades, de ciudades a estaciones, y de estaciones a más nada.
Gente subía y bajaba como si supieran exactamente adónde ir. Algunos sacaban conversaciones espontáneas con sus compañeros de asiento.
Yo, en cambio, sólo estaba... tranquilo. Expectante. Feliz, tal vez. Esperando mi nuevo viaje.
La noche cayó. Me mantuve despierto observando.
(Hacé una pausa ahora para describir a los pasajeros: podés meter detalles cortitos de cada uno —una madre que abraza a su hijo dormido, un chico escuchando música fuerte, un viejo que lee un diario viejo—. Eso le da textura y profundidad.)
Finalmente, la parada se acercaba. El tren empezaba a desacelerar.
Ya casi llegaba a su destino. O al menos, a lo que yo pensaba que era uno.
Había pasado un día entero en el viaje. Sin duda, el recorrido más largo que había tenido en mi vida.
Al bajar, el andén era un caos: gente empujándose, valijas golpeando, murmullos, gritos, bocinas. Entre empujes y tropiezos, note que algo se cayó:
—¡Oigan, esperen! ¡Hey!
No importa. Ya era tarde. Una de mis pertenencias quedó atrás, pero... tampoco podía hacer mucho frente a una multitud que avanzaba como estampida.
Suspiré. Me acomodé la mochila en el hombro y empecé a caminar. Explorar. Era un área grande, desordenado, con carteles medio colgando y una voz por altoparlante que no se entendía del todo.
No conocía nada, así que fui preguntando, mirando mapas pegados en las paredes, esquivando vendedores. Hasta que vi las paradas de taxi.
No tenía hambre. Había comido en el tren y dormido lo justo, así que tenía energía para otro viaje. Así que subí a uno de los autos.
—¿Adónde vamos, jefe? —Preguntó el taxista, un tipo canoso, con bigote y olor a pucho.
—No estoy seguro... solo quiero recorrer un poco. ¿Hay algún lugar tranquilo para empezar?
Me miró de reojo por el espejo:
—Mmm... depende qué entendés por “tranquilo”. ¿Querés ciudad, campo, río?
—Quiero... algo más chico. hay algún pueblo en el Valle del Sur, si puede ser.
—Hay uno, sí. No tiene mucho, pero es pintoresco. Aunque de ahí hasta el valle es un trecho.
—Entonces llévame hasta ahí porfavor.
El viaje siguió por calles desconocidas, avenidas con negocios apagados, y barrios que empezaron a perder forma. Me bajé en una pequeña ciudad intermedia. Caminé por sus veredas, pasé por un kiosco donde compré agua y algo para picar. Vi carteles con nombres que no me decían nada. Pregunté por el pueblo. Algunos no lo conocían. Otros me señalaron con la mano hacia un costado del mapa.
—Tenés que agarrar la ruta vieja, esa que bordea el cerro. Hay combis que te dejan por ahí, pero pasan cada tanto.
Esperé un par de horas. Luego me subí. La combi era rústica, con asientos duros y olor a nafta, pero me llevó.
Finalmente, llegué. El cartel era oxidado apenas legible.
Un pueblo que no salía en Google Maps.
Lo importante es que había llegado, y con eso una meta cumplida mientras exhalaba de alivio.
El pueblo era simple. Y eso me gustaba.
Casas bajas, calles de tierra y cemento, árboles viejos con ramas largas que daban buena sombra; No tenía muchas señales ni edificios altos, pero sí vecinos que saludaban con la cabeza, perros sueltos que cruzaban sin apuro, y un silencio que se sentía... limpio.
Caminé un rato. Me acerqué a un almacén pequeño, donde una mujer con delantal me vendió pan casero, un poco de queso y una gaseosa tibia.
—¿Eres nuevo por acá? —Preguntó, sonriendo.
Asentí. Me preguntó de dónde venía, le respondí con evasivas. No insistió.
Después busqué dónde quedarme. Un cartel medio torcido en una reja decía “alquiler temporal”. Toqué timbre. Un señor mayor me atendió con una voz ronca y amable. Por un precio justo, me ofreció un pequeño departamento: una habitación, baño con ducha, cocina oxidada pero funcional, y una ventana con vista a un árbol.
Me instalé. Me bañé. Guardé mis pocas cosas. Comí en la mesa del living viendo por la ventana cómo caía el sol sobre los techos bajos.
Esa noche salí a caminar de nuevo. El pueblo era todavía más callado después de las 9. Algunas casas tenían la tele prendida, otras luces apagadas. Se escuchaban grillos. Y de vez en cuando, un auto viejo que pasaba lento.
Al día siguiente, repetí: paseo por los bordes del pueblo, fotos con la cámara, charla corta con un vendedor de empanadas, más comida, más sol.
El lugar parecía detenido en el tiempo. Y por primera vez en mucho, no sentía prisa por estar en otro lado.
Pero fue en ese momento, mientras buscaba una foto que había sacado... que me di cuenta.
No tenía el celular. Revisé bolsillos, mochila, la campera. Nada.
Ni rastro.
Lo había perdido.
Probablemente en el tren, tal vez entre los empujones, o en alguna de las paradas en el camino.
Me quedé sentado en la cama, mudo.
Sin celular.
Sin contactos.
Sin registros.
Sin nadie.
Al día siguiente, me desperté con el canto de un gallo y el sonido de una radio que sonaba desde alguna casa vecina. Me vestí sin apuro y salí temprano, con una bolsa de tela vacía y ganas de caminar.
El sol recién asomaba entre las nubes, filtrándose entre los árboles y dejando sombras largas en la calle. Pasé por una panadería que olía a levadura y horno caliente, compré unas facturas rellenas y me senté en una plaza a comerlas. Un perro se acercó moviendo la cola, se echó a mi lado y se quedó dormido en mis pies. Solo se que mí genuina reacción fue una leve sonrisa. Una sonrisa agasajadora.
Miré a mi alrededor: Señora barriendo la vereda, chicos andando en bicicleta, un abuelo leyendo el diario en un banco. Todo tenía un ritmo tan distinto, tan calmo, que por un momento sentí que no existía el tiempo.
Caminé después hasta el borde del pueblo, donde empezaba el campo. Desde ahí se veía una ruta delgada recortando los pastos, y un cartel que indicaba la dirección al “Valle marqués – 12 km”.
Me quedé parado mirando el horizonte, sin pensar en nada. No necesitaba respuestas, ni planes. Solo seguir. Aunque no supiera bien hacia dónde.
16:07 PM: cuatros días tras el viaje.
Mañana nublada, todo seguían en un calmo. Mientras yo me preparaba para ir a ese valle marqués. Aunque al revisar mis cosas (lo que quedaba), el dinero de mí billetera parecía haber bajado significativamente. Y al haber recalculado nuevamente, algunos supuestos contactos que residían en el pueblo cerca de la ciudad no había notado nuevamente sobre la existencia de ellos. Pero no importaba. Con una mueca de preocupación, agarre un poco del dinero, me fui a la parada del autobús, y esperé ...
Luego de treinta minutos el autobús llego, y con eso algunas personas se subieron (Tal vez unas 15), y con un suspiro yo también. —Por la avenida marqués del valle porfavor— Dije mientras el chófer asentía bajando la cabeza.
Y me senté mientras escuchaba otra vez ese típico sonido. Aquí era diferente, debido a ser un lugar un tanto rocoso el autobús tenía que pasar no por autopistas si no por carreteras pero seguía mirando tranquilamente tal vez allí encontraría mejores cosas para intentar abastecerme.
....
Perfecto el tono, Kevin. Sutil, inquietante, como si todo estuviera demasiado tranquilo antes del golpe. Acá va la continuación con el accidente, con ritmo narrativo sostenido y sin que se sienta abrupto:
... El trayecto siguió su curso por más de una hora. El pueblo había quedado atrás, y ahora todo era camino serpenteante, bordeando montañas suaves, algo con árboles secos y piedras sueltas al paso de autos avanzando en la carretera.
Yo iba sentado del lado de la ventana. El paisaje tenía algo hipnótico. Curvas, barrancos, señales oxidadas. De fondo, las voces de otros pasajeros: charlas bajas, risas ocasionales. El bebé que lloraba suave dos asientos atrás. Todo tan... normal. Hasta que no lo fue.
Un volantazo. Un chillido de ruedas. Gritos. “¡EH PARA! ¡NOO!" Un bache o algo peor. No lo vi. El conductor gritó algo inentendible y luego todo se volvió torpe, lento y pesado.
El autobús se ladeó a la derecha, tembló, y ahí el terror tomó forma: estábamos yendo directo hacia el borde. Un guardarraíl vencido. Un grito colectivo. Una caída en forma de degrade rompiendo las barreras de metal que separarán de la carretera.
El tiempo se volvió viscoso y un retumbar contra el piso y árboles de abajo resonó...
Oscuridad.
Eh... ¿qué—...? ¿Qué pasó?
Lo único que puedo ver es con mí ojo derecho: Gente con la cabeza y cuerpos agachados en sus asientos, sentados boca abajo.
Estoy... estamos, ¿En el autobús? ¿En diagonal?
El impacto me pegó fuerte. Siento un zumbido en los oídos. Escucho gemidos, bajitos, como si vinieran de otro lado. El chofer... está muerto. Lo veo tirado abajo de todo; fuera del asiento, medio colgado, y quieto.
Parpadeo fuerte. No es un sueño. Es real.
Muevo apenas la cabeza la tengo apoyada sobre el lado derecho. Siento el vidrio molido contra la mejilla.
La ventana izquierda está rota; veo árboles, sonidos de grillos, y nada más que sonidos de autos arriba.
Estamos abajo de la carretera.
¿Cuánto tiempo pasó?
¿Ya es de noche?
¿Nadie nos vino a buscar?
Me lanzo por la ventana. Tropiezo. Caigo.
"¡AHH!"
Vómito.
Respiración cortada.
Estoy sangrando.
—¿Qué...? —jadeo, ahogado estando fuera del autobús, en la tierra y el piso.
No entiendo nada. Veo a otros tratando de salir también. Algunos susurran.
"¡AYUDAAAAA!"
"¡POR FAVOR!"
Nada.
Nadie.
Los autos de arriba... no me oyen. No hay sirenas. No hay nada.
No sé qué pasó. No sé en qué momento. Pero estoy acá.
Camino. No sé adónde, pero camino. Tal vez si voy hacia el costado derecho del bosque encuentre algo. Una calle. Una casa. Cualquier cosa.
Me duelen las costillas.
Lloro, pero no por tristeza. Lloro del dolor.
Intento volver, subir a la carretera, pero no puedo.
Simplemente no puedo.
No sé– no sé qué hago. Estoy caminando en medio de la noche. Ya me alejé completamente del autobús. De las personas que quedaron allá, sufriendo. Solo… seguí caminando entre los árboles, sin rumbo. Mi expresión ya no es la de alguien que piensa, es la de un nene asustado.
"¡Ahg…!"
Me desplomo al suelo. Me arrastro hasta una pequeña loma cubierta de pasto alto y maleza. Me cuesta respirar entre jadeos.
"¡AAAAHGGHHH!"
Ese es el grito. El único que me sale. ¡Maldición! ¡No! ¡NO! Fui un idiota, fui imprudente; dejé mis cosas en el autobús, perdí todo. Que mal hice? Estoy perdido, Me duele… me duele, me duele...
Las lágrimas caen sin permiso, mezcladas con la sangre seca y el polvo. Estoy haciendo esos ruidos horribles de alguien que ya no se guarda nada. Como un niño llorando solo.
Pensé… pensé que este viaje iba a cambiar mi vida. Tal vez no me informé. Tal vez no debía borrar todo mi pasado. Tal vez nunca debí salir ¡Maldita sea! Tengo frío, Estoy asustado. Miro en todas direcciones con los ojos desorbitados, como si algo pudiera saltar de entre los árboles.
—Timothy… mamá… por favor...
Sigo llorando, moqueando, temblando. Me estoy desangrando. No sé dónde estoy. No sé qué día es. No sé si alguien va a encontrarme.
¡¿Que pasa? porque no encontré nada! Me duele el estómago mientras me sostengo con mis manos. Hago ruido mientras mis dientes cierran fuerte: mezclá de delirio, culpa, rencor y resignación en mi mismo suspiro.
Capaz... he sido yo. Capaz no debí ser tan violento con quienes me lastimaron en el pasado. ¿Realmente es por eso? ¿Es castigo de Dios? ¿O simplemente la maldita vida? No, no es nada de eso.
Padre… ¡Padre! ¿Por qué me dejaste ir? ¿Por qué me abandonaste aquí? Nunca más pensaste en mí. Nunca te escuché volver.
Madre… ¿por qué nunca me contaste nada? ¿Por qué fuiste así? ¿Porque me olvidaron chicos? Aún recuerdan a Luan?
Yo… lo lamento. A los que herí. A los que abandoné. Perdón.
Hey… qué bonita está la luna. O… ¿es la luna?
¿Realmente busqué que esto pasara? ¿O fue solo un accidente casual más? .. Oye ¿Qué hacés? ¿Por qué bajás la mirada? ¿Por qué estoy mirando sólo el piso y la tierra?
Je...
Perdón.
Tengo sueño. Creo que… Siempre tuve sueño.
S-u-e-ñ-o.
...
..
.
FIN
Comentarios
Publicar un comentario